Imágenes del Acorazado Potemkin, filme realizado por Sergei Eisenstein en 1925 y que durante décadas fue aplaudido como la mejor película de la historia del cine por lo que tenía de innovador y revolucionario en el incipiente uso del lenguaje cinematográfico. Al 99% de los espectadores actuales les ha de parecer un tostón de cuidado, pero desde el punto de vista histórico tiene un gran interés, así que echadle un vistazo. El primer video corresponde a la parte más famosa de la peli, la represión por parte de los cosacos de una manifestación en la ciudad de Odessa. La segunda, el inicio del film, con el "rebote" que se cogen los marineros del Potemkin ante la situación de miseria y hambre que están viviendo.
sábado, 11 de febrero de 2012
jueves, 2 de febrero de 2012
El Quijote, novela juvenil
Aunque no corresponde a mi asignatura, aprovechando que algunos estáis leyendo El Quijote (bueno, parte), voy a recuperar un texto que escribí en la revista online del instituto (que esperemos alguna vez reviva) sobre esta obra de Cervantes, en la que defiendo la teoría de que en realidad la vida del insigne hidalgo manchego y su escudero no son sino una novela especialmente disfrutable por el público juvenil, a pesar de la extendida creencia de que se trata de un aburrido y sesudo tocho. a continuación reproduzco el artículo.
He leído tres veces el Quijote. Sí, sí, tres veces. La primera cuando tenía 16 años. El profesor de Literatura de 3º de BUP nos mandó que leyésemos varios pasajes, pero yo lo leí entero. Y me encantó. La segunda en 2º de carrera, cuatro años después. Y me gustó aún más. La tercera lo hice en voz alta (lo digo en serio, ¿eh?), intentando degustar la prosa que nos regala Cervantes, con la que entonces era mi novia y actualmente es mi esposa como único auditorio, si bien he de reconocer que me quedé en el final de la primera parte.
Sé por experiencia que en general los libros, y en particular éste, se han convertido en el “coco” de la mayoría de los estudiantes para desgracia suya, mía, y de toda la humanidad civilizada. Cuando un profesor anuncia a sus alumnos que se tienen que leer un libro las expresiones suelen ser de hastío y desgana, pero cuando además se trata del Quijote, rebasan el desagrado hasta llegar en casos a una honda desesperación. Pues multiplicad por cien el tamaño de tales expresiones de disgusto y conoceréis la dimensión de mi asombro ante tal actitud. Y no sólo porque es una obra que me apasiona, sino porque desde la primera vez que me acerqué a ella he considerado que el Quijote es, precisamente, un libro para adolescentes. ¿La razón? Esta obra muestra sentimientos, actitudes y peripecias propias de tal período vital, difícilmente comprensibles y apreciables por los adultos. Expliquémoslos, y veamos si, chicos y chicas, os sentís identificados con los protagonistas.
Don Quijote es alguien que aspira a cambiar el mundo, a hacerlo mejor. Quiere dedicar su vida a “desfacer entuertos”. Como cuando uno es joven, nuestro protagonista tiene, en primer lugar, esperanza, en segundo, ideales, y por último, una gran confianza en sí mismo rayana en la soberbia. La edad y el devenir vital de cada uno hacen que estos tres atributos se vayan, si no borrando, sí matizando en la mayoría de la personas. Te das cuenta de que el mundo es un desastre sin solución y, lo que es peor, te va dando igual; asumes a menudo la máxima de Groucho: “estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”; y por último reconoces que no somos más que insignificantes gotas en el océano del universo. Marcar la diferencia es una aspiración juvenil, reconocida como utopía cuando entras en la treintena. Para acometer tal empresa, se debe hacer gala de una temeridad que los adultos confunden con imprudencia e inconsciencia. Nadie “en su sano juicio”, ni “con dos dedos de frente”, confunde gigantes con molinos… pero… ¿y si tenía razón nuestro hidalgo? ¿Y si en realidad eran gigantes? ¿Y si el relator nos quiso engañar, tergiversando la historia y denigrando la imagen de nuestro héroe, haciéndole parecer loco? ¿Y si…? Inconformismo, curiosidad, desconfianza… la actitud del adolescente hacia el mundo “de los mayores”.
La amistad, ese preciado bien de la adolescencia. Son los amigos en quienes confiamos nuestros más hondos secretos, en quienes depositamos toda nuestra confianza, en quienes encontramos consuelo y apoyo en los malos momentos… Empero, según pasan los años, esas amistades que parecían eternas se vuelven efímeras, y no quedan más que como un lejano recuerdo. Llega un momento en que en el encuentro casual al cabo de los años, en aquel a quien habrías confiado tu vida no reconoces más que a un extraño. Te apena, sí, pero “así es la vida” te dices a ti mismo. Las relaciones familiares, sentimentales y laborales sustituyen a aquella amistad adolescente que creías el más fuerte lazo emocional que pudiera existir. Y poco o nada tenían que ver las afinidades personales o los intereses individuales a la hora de forjar ese vínculo; los amigos son simplemente personas que por arbitrarias circunstancias coinciden al comienzo de su peregrinación vital y se hacen compañeros de camino compartiendo los más dignos presentes que toda persona pueda ofrecer: fidelidad, franqueza y aliento. ¿Se pueden encontrar en la historia dos amigos mejores que Quijote y Sancho? ¿Se puede observar mayor simbiosis entre dos espíritus más distintos? ¿Se puede discernir mayor fidelidad que la que se profesan, cada uno a su modo, caballero y escudero? El libro que nos regaló Cervantes es un canto a la amistad, por encima de todo. Una amistad que crece en terreno baldío, que no se vislumbra posible entre dos personalidades de temperamento, posición y luces tan distintas, pero que emerge ante el asombro y el desconcierto de la lógica y se hace eterna como homenaje a todos los que, alguna vez en su vida, han encontrado a alguien a quien dedicar el más honrado adjetivo: “amigo”.
¿Y el amor? ¿Qué decir del más fuerte sentimiento que espíritu humano puede sufrir? Digo sufrir y digo bien. Comparemos los instantes de solaz que nos da el corazón en nuestros años mozos con las situaciones de desasosiego… ¿no ganan éstas a aquéllos? Como un amor adolescente, don Quijote no se enamora de una mujer de carne y hueso, sino de un ideal, de un paradigma, de una ilusión perfecta. Un amor adolescente, por tanto. De nuevo el capricho del destino hace que siendo joven elijas a otra persona para proyectar en ella aquello que más deseas y amas. Esa mujer (u hombre, pero permitidme que me exprese así por hacérseme más familiar) se erige entonces en tu guía de vida, en el motivo por el que levantarte por las mañanas, en la depositaria de tu esperanza y de tu corazón. Y, por supuesto, ella no lo sabe. Es tu Dulcinea, una dama que personifica las más altas cualidades que aquélla digna de tu amor pueda tener. Una representación idealizada, cual escultura clásica, de todo aquello por lo que merece la pena vivir, amar, y morir. Un sueño del que uno no quiere despertar. Amor platónico, lo llaman. Don Quijote, en su lúcida locura, lo sabe. Por eso no quiere conocerla; es consciente de que en el momento en que se encuentren, se romperá el encantamiento. Ya será Aldonza Lorenzo, y no Dulcinea; su amada, entonces, habrá muerto. “No despertéis, queridos jóvenes, no salgáis de la caverna en lances amorosos, pues os zarandearán el corazón de tal manera, que jamás volverá a sentir algo parecido”, nos parece aconsejar don Alonso Quijano. ¡Ah, cuántas Dulcineas del pasado se han convertido en aburridas Aldonzas Lorenzo o en promiscuas Maritornes! (dicho sea esto, lo reconozco, con cierta inquina y ánimo de revancha hacia algunas Dulcineas de mi juventud). Pero ahí entra de nuevo en escena el amigo, el sabio Sancho, cuyo natural y no corrompido discernimiento le erigen en cierto pasaje de la novela en un trasunto de Salomón como perfecto gobernante que en los procelosos tiempos que vivimos ya quisiéramos, y nos permite adivinar ese otro amor, a ras de suelo y por ello más profundo, de menos morritos, flores y alharacas, pero recio como un roble y veraz como que el agua moja, que profesa a su mujer, a la que Cervantes se niega a dar un único nombre pues quiere que se la reconozca simplemente como su sostén y compañera de vida, esa dulce enemiga que con riñas y caricias da sentido a la mundana existencia. Tan sólo os puedo desear la misma suerte que yo he tenido en éste tan esencial trance, aunque igualmente os aconsejo, eso sí, algo más de brío y resolución del que yo tuve en la acometida de vuestras Dulcineas, pues casi todas se me quedaron en desapegadas Aldonzas y no en refocilantes Maritornes… Perdón, creo que me estoy yendo del tema.
Muchas más virtudes tiene la obra referida y que por cuestiones de espacio, que como ha demostrado la física no es infinito, no puedo glosar. Sólo reafirmarme en la tesis que sostengo, que el Quijote es un libro juvenil. Claro que mantener tal cosa me plantea una duda acerca de mi propio ser: ¿a mí entonces por qué me gusta tanto? La respuesta quizá me la haya dado ya alguna vez mi mujer, recordándome que a pesar de mis años, aún sigo en el instituto…
He leído tres veces el Quijote. Sí, sí, tres veces. La primera cuando tenía 16 años. El profesor de Literatura de 3º de BUP nos mandó que leyésemos varios pasajes, pero yo lo leí entero. Y me encantó. La segunda en 2º de carrera, cuatro años después. Y me gustó aún más. La tercera lo hice en voz alta (lo digo en serio, ¿eh?), intentando degustar la prosa que nos regala Cervantes, con la que entonces era mi novia y actualmente es mi esposa como único auditorio, si bien he de reconocer que me quedé en el final de la primera parte.
Sé por experiencia que en general los libros, y en particular éste, se han convertido en el “coco” de la mayoría de los estudiantes para desgracia suya, mía, y de toda la humanidad civilizada. Cuando un profesor anuncia a sus alumnos que se tienen que leer un libro las expresiones suelen ser de hastío y desgana, pero cuando además se trata del Quijote, rebasan el desagrado hasta llegar en casos a una honda desesperación. Pues multiplicad por cien el tamaño de tales expresiones de disgusto y conoceréis la dimensión de mi asombro ante tal actitud. Y no sólo porque es una obra que me apasiona, sino porque desde la primera vez que me acerqué a ella he considerado que el Quijote es, precisamente, un libro para adolescentes. ¿La razón? Esta obra muestra sentimientos, actitudes y peripecias propias de tal período vital, difícilmente comprensibles y apreciables por los adultos. Expliquémoslos, y veamos si, chicos y chicas, os sentís identificados con los protagonistas.
Don Quijote es alguien que aspira a cambiar el mundo, a hacerlo mejor. Quiere dedicar su vida a “desfacer entuertos”. Como cuando uno es joven, nuestro protagonista tiene, en primer lugar, esperanza, en segundo, ideales, y por último, una gran confianza en sí mismo rayana en la soberbia. La edad y el devenir vital de cada uno hacen que estos tres atributos se vayan, si no borrando, sí matizando en la mayoría de la personas. Te das cuenta de que el mundo es un desastre sin solución y, lo que es peor, te va dando igual; asumes a menudo la máxima de Groucho: “estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”; y por último reconoces que no somos más que insignificantes gotas en el océano del universo. Marcar la diferencia es una aspiración juvenil, reconocida como utopía cuando entras en la treintena. Para acometer tal empresa, se debe hacer gala de una temeridad que los adultos confunden con imprudencia e inconsciencia. Nadie “en su sano juicio”, ni “con dos dedos de frente”, confunde gigantes con molinos… pero… ¿y si tenía razón nuestro hidalgo? ¿Y si en realidad eran gigantes? ¿Y si el relator nos quiso engañar, tergiversando la historia y denigrando la imagen de nuestro héroe, haciéndole parecer loco? ¿Y si…? Inconformismo, curiosidad, desconfianza… la actitud del adolescente hacia el mundo “de los mayores”.
La amistad, ese preciado bien de la adolescencia. Son los amigos en quienes confiamos nuestros más hondos secretos, en quienes depositamos toda nuestra confianza, en quienes encontramos consuelo y apoyo en los malos momentos… Empero, según pasan los años, esas amistades que parecían eternas se vuelven efímeras, y no quedan más que como un lejano recuerdo. Llega un momento en que en el encuentro casual al cabo de los años, en aquel a quien habrías confiado tu vida no reconoces más que a un extraño. Te apena, sí, pero “así es la vida” te dices a ti mismo. Las relaciones familiares, sentimentales y laborales sustituyen a aquella amistad adolescente que creías el más fuerte lazo emocional que pudiera existir. Y poco o nada tenían que ver las afinidades personales o los intereses individuales a la hora de forjar ese vínculo; los amigos son simplemente personas que por arbitrarias circunstancias coinciden al comienzo de su peregrinación vital y se hacen compañeros de camino compartiendo los más dignos presentes que toda persona pueda ofrecer: fidelidad, franqueza y aliento. ¿Se pueden encontrar en la historia dos amigos mejores que Quijote y Sancho? ¿Se puede observar mayor simbiosis entre dos espíritus más distintos? ¿Se puede discernir mayor fidelidad que la que se profesan, cada uno a su modo, caballero y escudero? El libro que nos regaló Cervantes es un canto a la amistad, por encima de todo. Una amistad que crece en terreno baldío, que no se vislumbra posible entre dos personalidades de temperamento, posición y luces tan distintas, pero que emerge ante el asombro y el desconcierto de la lógica y se hace eterna como homenaje a todos los que, alguna vez en su vida, han encontrado a alguien a quien dedicar el más honrado adjetivo: “amigo”.
¿Y el amor? ¿Qué decir del más fuerte sentimiento que espíritu humano puede sufrir? Digo sufrir y digo bien. Comparemos los instantes de solaz que nos da el corazón en nuestros años mozos con las situaciones de desasosiego… ¿no ganan éstas a aquéllos? Como un amor adolescente, don Quijote no se enamora de una mujer de carne y hueso, sino de un ideal, de un paradigma, de una ilusión perfecta. Un amor adolescente, por tanto. De nuevo el capricho del destino hace que siendo joven elijas a otra persona para proyectar en ella aquello que más deseas y amas. Esa mujer (u hombre, pero permitidme que me exprese así por hacérseme más familiar) se erige entonces en tu guía de vida, en el motivo por el que levantarte por las mañanas, en la depositaria de tu esperanza y de tu corazón. Y, por supuesto, ella no lo sabe. Es tu Dulcinea, una dama que personifica las más altas cualidades que aquélla digna de tu amor pueda tener. Una representación idealizada, cual escultura clásica, de todo aquello por lo que merece la pena vivir, amar, y morir. Un sueño del que uno no quiere despertar. Amor platónico, lo llaman. Don Quijote, en su lúcida locura, lo sabe. Por eso no quiere conocerla; es consciente de que en el momento en que se encuentren, se romperá el encantamiento. Ya será Aldonza Lorenzo, y no Dulcinea; su amada, entonces, habrá muerto. “No despertéis, queridos jóvenes, no salgáis de la caverna en lances amorosos, pues os zarandearán el corazón de tal manera, que jamás volverá a sentir algo parecido”, nos parece aconsejar don Alonso Quijano. ¡Ah, cuántas Dulcineas del pasado se han convertido en aburridas Aldonzas Lorenzo o en promiscuas Maritornes! (dicho sea esto, lo reconozco, con cierta inquina y ánimo de revancha hacia algunas Dulcineas de mi juventud). Pero ahí entra de nuevo en escena el amigo, el sabio Sancho, cuyo natural y no corrompido discernimiento le erigen en cierto pasaje de la novela en un trasunto de Salomón como perfecto gobernante que en los procelosos tiempos que vivimos ya quisiéramos, y nos permite adivinar ese otro amor, a ras de suelo y por ello más profundo, de menos morritos, flores y alharacas, pero recio como un roble y veraz como que el agua moja, que profesa a su mujer, a la que Cervantes se niega a dar un único nombre pues quiere que se la reconozca simplemente como su sostén y compañera de vida, esa dulce enemiga que con riñas y caricias da sentido a la mundana existencia. Tan sólo os puedo desear la misma suerte que yo he tenido en éste tan esencial trance, aunque igualmente os aconsejo, eso sí, algo más de brío y resolución del que yo tuve en la acometida de vuestras Dulcineas, pues casi todas se me quedaron en desapegadas Aldonzas y no en refocilantes Maritornes… Perdón, creo que me estoy yendo del tema.
Muchas más virtudes tiene la obra referida y que por cuestiones de espacio, que como ha demostrado la física no es infinito, no puedo glosar. Sólo reafirmarme en la tesis que sostengo, que el Quijote es un libro juvenil. Claro que mantener tal cosa me plantea una duda acerca de mi propio ser: ¿a mí entonces por qué me gusta tanto? La respuesta quizá me la haya dado ya alguna vez mi mujer, recordándome que a pesar de mis años, aún sigo en el instituto…
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